[REPESCA] La docencia de los poetas muertos

Poetas en clase
Un día tengo que intentar esto en clase

Robin Williams falleció en agosto de 2014. En lo que a mí me toca como profesor, no puedo evitar recordar su papel de profesor inconformista en El Club de los Poetas Muertos. William interpretaba a un profesor de literatura que llega a una academia prestigiosa (lo que quiere decir aburrida y clasista), revoluciona a los alumnos con su nada ortodoxo sistema de enseñanza y les abre los ojos a un nuevo mundo. No sé si los alumnos aprenderán más literatura de esa forma, pero lo cierto es que devoraban libros como si fuesen caramelos.

La verdad, me siento bastante bipolar al respecto. En el lado positivo, me gusta ese espíritu que impulsa a un profesor a enseñar a sus alumnos de forma creativa, bordeando las normas oficiales y evitando el aburrimiento e intentando. En el lado negativo, sin embargo, creo que buena parte de los males de nuestro actual sistema docente universitario provienen de haber sido diseñado por personas que ha visto demasiadas veces El Club de los Poetas Muertos.

¿Y eso es malo, señor Quirantes? Pues yo creo que sí. Es malo en la medida de que se trata de una película de ficción, en tanto que la vida real tiene el inconveniente de ser real. No basta con causar una impresión en los alumnos, hacer las maletas y esperar al The End. Los genios que nos inventaron Bolonia no parecen haberse dado cuenta.

Debo reconocer que “Bolonia” me ha venido bien como profesor. Ahora puedo realizar tareas innovadoras en el aula, poner a los alumnos a hacer labores académicamente dirigidas, salirme un poco del temario, evaluarlos más allá del examen final de junio y algunas cosas más, todo con mucha mayor facilidad y flexibilidad. Me cuesta mucho más tiempo, trabajo, y sobre todo, papeleo, pero en conjunto creo que vale la pena.

Mi motivo de queja sobre “Bolonia”, al menos tal como se entiende en España, es que se nos obliga a cumplir un doble objetivo: por un lado, hemos de formar a los alumnos en los conocimientos que precisarán en el futuro, y por otro hemos de hacer de Robin Williams en clase, animándolos, ilusionándolos en cuerpo y alma, convirtiéndolos en sanos ciudadanos formados en valores, libres de espíritu. Vamos, lo que los profesores de guardería, primaria, secundaria y bachillerato no hayan conseguido en quince años lo tenemos que hacer nosotros en un par. Como dijo (y muy bien dicho) Francesc de Carreras, la plastilina ha invadido la Universidad.

Para conseguir que los profesores hagan de Robin Williams institucionalizados se han inventado lo de las competencias, que ya no basta con transmitir conocimientos. Las competencias de mi asignatura (Física I, primer curso del Grado en Química, Universidad de Granada) son de diversos tipos. Algunas son genéricas, como las capacidades de analizar y sintetizar; de gestionar datos; de resolver problemas; de razonar críticamente. Hasta cierto punto, son razonables. Pero luego me incluyen “competencias” que parecen más propias de bachillerato o de primaria, según sea el caso. Por ejemplo:

Capacidad de organizar y planificar. Es decir, algo que padres y profesores intentan meterle al niño en la mollera desde pequeñito. Si al llegar a la Universidad todavía no ha aprendido a organizarse, mal empezamos.

Capacidad de comunicarse en una lengua extranjera. ¿Dónde me entra a mí, profesor de Física, una cosa así en el temario? ¿Voy a sacarlos a la tarima para que me reciten a Tennessee Williams en hora docente? Todo lo más puedo darles bibliografía en inglés, pero dudo que así aprendan inglés.

Capacidad de comunicarse de forma oral y escrita. O dicho de otro modo, ¡enseñarles a escribir y hablar en público! Con todos mis respetos, WTF.

Capacidad de trabajar en equipo. Amigos, ni el mismísimo Robin Williams es capaz de entrar en un aula universitaria, agrupar a los alumnos para que trabajen en grupos pequeños y esperar que no haya conflictos. ¿Cómo les puedo enseñar a trabajar en equipo? Puedo darles indicaciones, decirles que se repartan el trabajo adecuadamente, que hagan subgrupos, que deleguen tareas específicas, pero me temo que me harán el mismo caso que cuando digo eso de “no dejéis el estudio para la semana antes del examen”.

Luego hay otras competencias que me encantan por lo robinwillianesco que suenan, y que lo crean o no forman parte de lo que el alumno supuestamente debe aprender de nosotros los profesores: capacidad de liderazgo; sensibilidad hacia temas medioambientales y sociales; iniciativa y espíritu emprendedor; adaptación a nuevas situaciones…

Y mi favorita: capacidad de realizar un aprendizaje autónomo para su desarrollo continuo profesional. Esto, amigos míos, es lo que los adláteres de la plastilina llaman “ser gestor de tu propio aprendizaje.” Aprender a aprender, nada menos. Se supone que, en lugar de ser proporcionadores de conocimientos, lo que hemos de hacer es enseñar a los alumnos a buscar esos conocimientos por su cuenta. Ya saben, eso de la caña de pescar y los peces.

Una competencia así se puede conseguir de dos maneras, a saber, la manera sencilla y la complicada. La sencilla se llama Google, y la complicada implica enseñarles Google junto con los parámetros de búsqueda (álgebra booleana y demás), introducirlos a las bases de datos, mostrarles cómo se consigue información, se clasifica, se complementa, etc.

Bien, no veo problema que aprendan eso, y si alguien crea una asignatura específica al respecto me parecerá genial. Por desgracia, los genios de la didáctica moderna han decidido que eso debe ser el elemento fundamental de nuestro trabajo. Basta de subir a nuestros púlpitos y enseñar a los alumnos, de eso ni hablar; ahora lo que mola es que los alumnos puedan encontrar esa información sin necesidad del profesor.

¿Y qué falla en ese esquema? Pues que, lo quieran o no, el papel del profesor sigue siendo imprescindible como explicador y solucionador. Ellos, en su mayoría, no pueden obtener los conocimientos por sí solos. Puedo decirles qué libros son los que les vendrán bien, darles apuntes por escrito, enlaces al Rincón del Vago o a Naukas; pero cuando lean el tema y no lo entiendan, ¿a quién van a acudir? Pues al profesor, que para eso está.

Por supuesto, no quiero decir que haya que volver a la rigidez doctrinal de la Universidad del siglo XIX. Agradezco que exista Google, y Coursera, y las clases en YouTube, y las TED Talks, y la Khan Academy, y los cursos MOOC, y mil proyectos que facilitan la tarea docente, pero en última instancia es el profesor quien puede enseñar al alumno de forma más eficiente. Es como el ejército: los tanques, la aviación y el espionaje electrónico prestan servicios de apoyo geniales, pero quien toma el terreno y conquista la trinchera siempre será el soldado de infantería, a pie, fusil en mano, bayoneta calada y botas embarradas.

Sin embargo, los actuales planes universitarios pretenden que nosotros, soldados rasos, nos convirtamos en unos Chuck Norris del aula. Todos. En todo momento. Tenemos que motivar a los alumnos, incentivarlos, ilusionarlos, romper los moldes, hemos de decirles que arranquen las páginas del libro, que vivan la vida (¡como si eso no lo supieran hacer ya!), que gestionen su propio aprendizaje, que pasen de las reglas.

Lo siento, pero ni me siento capaz de hacerlo ni creo que nadie pueda, y el motivo es que quienes quieren convertirnos en profesores del Club de los Poetas Muertos, muy convenientemente, olvidan un pequeño pero crucial detalle: se espera de nosotros que, al mismo tiempo, actuemos como profesores tradicionales. Porque no nos engañemos, todo eso de subirse a las mesas y clamar “oh capitán, mi capitán,” queda muy bonito, pero al mismo tiempo se nos exige que los alumnos se aprendan todo el temario en el calendario establecido, de acuerdo a sistemas de evaluación homologados y siguiendo todos los puntos del Verifica.

Y pobre de nosotros como no lo hagamos, porque al final lo que realmente importa es la cantidad, no la calidad. En cuanto acaba el curso comienza el baile de las habas contadas: el porcentaje de éxito, el de aprobados, la tasa de abandono. Si mi porcentaje de aprobados cae, no importa que yo haya conseguido motivar a mis alumnos o los haya convertido en mentes creadoras y libres, la Comisión de Garantía de Calidad se chivará, el coordinador y el decano vendrán a darme un buen tirón de orejas. Está muy bonito eso de ser chachipiruli, pero antes que nada hay que cumplir el temario y que los alumnos aprueben los exámenes.

Del mismo modo que Delta Force dista mucho de ser un ejemplo adecuado para estructurar el ejército usamericano a su imagen y semejanza, El Club de los Poetas Muertos es tan sólo un reflejo de algunos temores sobre el sistema universitario (rigidez, dogmatismo, vocaciones rotas), no una guía de cómo han de ser los profesores en general; a menos que nos permitan centrarnos en el fomento de la libertad espiritual a expensas de los resultados PISA.

Por si algún ministro estuviese leyendo eso, una advertencia seria: ni siquiera convirtiendo a todos los profesores universitarios en Robin Williams se conseguiría un sistema educativo en condiciones. Los defensores del sistema “oh capitán, mi capitán” harán bien en recordar cómo termina El Club de los Poetas Muertos (ALERTA SPOILERS):

– Uno de los estudiantes queda tan frustrado por no poder seguir su destino que se suicida (al parecer, en ese instituto no tienen “resolución de conflictos” dentro de su elenco de competencias).

– El profesor revolucionario se queda sin empleo y sin posibilidad de intentar otros métodos didácticos menos traumáticos y más eficaces.

– Los demás alumnos se quedan traumatizados de pie encima de una mesa, sin guía ni líder.

– Y vuelta a lo de siempre.

Así que, queridas mentes grises ministeriales, recordad que El Club de los Poetas Muertos es ficción. No sigáis intentando meterla en nuestras aulas, porque no funciona. Si queréis que la cosa mejore, dejadnos hacer a nosotros, y sobre todo, HACEDNOS CASO. Aunque solamente sea de vez en cuando.

Y que la tierra te sea leve, amigo Robin Williams.

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