La entrañable tecnología analógica
En cierta ocasión (concretamente en esta) mostré al público un viejo disquete floppy de los que se usaban en los años ochenta y noventa, y en broma dije que era una representación tridimensional del icono Guardar de Word. La broma consistía en que los jóvenes no han visto el disco real nunca, y probablemente no sepan de dónde viene el icono o qué representa. Lo mismo puede decirse del símbolo de Whatsapp, de los discos CD o DVD (ya en desuso, cómo cambian los tiempos) y de tantos otros.
No es habitual que nos demos cuenta de estas cosas, tan habituados estamos a ellas. Eso hace que en ocasiones mis alumnos no estén al tanto de cosas aparentemente tan sencillas como medir con un termómetro o pulsar botones.
No es broma.
En el laboratorio tenemos dos ejemplos de tecnología analógica: un termómetro y un barómetro. No necesitan conexión a Internet, baterías ni actualizaciones. Cuando estoy en clase de fluidos, a veces les digo que cuando llegue el apocalipsis zombi, como mínimo esos instrumentos nos permitirán medir temperaturas y presiones. No creo que eso les impresione demasiado, pero oye, si algún día necesitáis conocer las condiciones ambientales para salvar la Tierra de un ataque extraterrestre o algo, ya sabéis dónde acudir.
Nos olvidaremos por el momento del barómetro, que eso es de curso avanzado. Fijaos en el termómetro. No hay más que ver hasta qué altura llega la columna de líquido y ver la escala; en este caso quizá no lo veáis bien, pero marca quince grados (invierno y protocolo covid, qué hermosa combinación).
El primer problema lo tuve cuando los alumnos veían esa escala y no tenían claro si los veinte grados correspondían a la raya horizontal grande de arriba o de abajo. Para facilitar la tarea, puse unas pegatinas:
Bueno, pues algunos ni por esas. No es que se confundiesen, es que no parecían entender cómo funciona el termómetro. Tardaban unos segundos en enterarse. El ejemplo por excelencia fue una vez en que una chica se me acercó y me preguntó la temperatura. Yo le señalé el termómetro, y mientras leía guiones de prácticas la miraba por el rabillo del ojo. Por su expresión parecía cada vez más aturdida, hasta que al final le oigo decir con voz casi de desesperación: “pero esto… ¿cómo se mide?”
Fue uno de esos casos en que mi entrenamiento ZenProfe me vino muy bien, porque mi primer impulso (mandarla a freír espárragos) dio paso a un descubrimiento: realmente la chica no sabía cómo medir la temperatura en un termómetro de líquido coloreado. Probablemente no haya visto uno en toda su vida. Suena extraño, pero eso es lo que hay. Me pregunto cuántos milenials o GenZ entienden expresiones de telediario como “el mercurio ha bajado hasta los 5 grados bajo cero”; y no os digo nada si en la sección de cine hablan de “cintas” o “celuloide”, o de “discos” cuando se refieren a música. Ya se han convertido en terminología viejuna.
Tampoco tienen demasiado tino con otros medidores analógicos. Veamos uno. Esto es un calibre:
Tiene una forma extraña pero justo por eso sirve para medir longitudes con buena precisión. Aunque tiene pinta de antiguo, y lo es, resulta muy útil para que los alumnos aprendan a medir, y por eso cada vez que mi compañero del grupo de tarde me pide que les compre un pálmer digital yo rehúso. Limitarse a pulsar un botón y obtener una medida sin saber siquiera cuál es su error instrumental no les enseña nada. Pues nada, dedico una práctica entera a explicarles cómo funciona, cuál es su mecanismo, les pongo a medir longitudes de cuerpos… y algunos es como si no se lo hubiesen medido. En serio, a veces actúan como si fuese tecnología alienígena.
Esto se repite, y con más delito, en el pálmer:
Se trata de un instrumento capaz de medir grosores con una sensibilidad de 0,01 milímetros (superad eso, cacharros digitales). Tienen que girar la parte de la derecha y poco más. Si hay algo que les pido es que giren no sujetándolo por el cuerpo (la zona donde está el 20) sino en el extremo, donde hay un muelle que protege el interior del aparato. Lo pongo en negrilla. Lo digo. Lo repito. Y por supuesto, siempre hay quien no hace mi caso. Este curso llegaron a cargarse uno de ellos, en una práctica que llevaba otro profesor. Afortunadamente me puse a ello, intenté desmontarlo y al final conseguí arreglarlo. Pero leches, no cuesta tanto leer las instrucciones de manejo.
Otra práctica que les da problemas: la de densidad de sólidos. Se trata de una balanza donde miden el peso de un objeto en seco, luego del mismo objeto sumergido en agua, y a partir de ahí se halla fácilmente la densidad del cuerpo. La práctica se puede hacer en diez minutos. Sólo hay una pega: la balanza tiene que estar perfectamente horizontal. Tiene unos tornillos para conseguirlo, una burbujita para indicar cuándo está horizontal, y no hay que hacer más. Pues hartito estoy de que a la media hora me venga un alumno en plan “profe, esto no funciona” porque la balanza no se queda estable. Efectivamente, no la han equilibrado. Se pasan un par de minutos intentándolo, se cansan, intentan medir de todos modos, y por supuesto no lo consiguen. En pocos sitios he visto a los alumnos perder en tiempo tan tontamente como ahí.
Incluso algunos de los instrumentos modernos les dan problemas. Me refiero a algo tan sencillo como pulsar botones. Quizá sea por la costumbre de las pantallas táctiles, los lectores de huellas, o quizá son unos zotes, porque ahora que lo pienso, seguro que al menos han pulsado un interruptor de luz o un timbre de puerta en su vida. Sea cual sea el motivo, muchos alumnos míos desconocen un hecho sencillo de la vida: para que un aparato electrónico funcione, hay que apretar el botón de encendido. En ocasiones se despistan porque el botón suele estar en la parte posterior del instrumento. Otras veces me llaman para preguntar por qué a pesar de pulsar el botón el cacharro no funciona, y cuando veo el motivo les suelo decir algo así como “suele ayudar si está conectado al enchufe.”
El récord del despiste lo hemos alcanzado este mismo curso. Mejor os dejo el tuit, y vosotros mismos:
Pues eso.
Punto extra: el patoso del profe
A pesar de mis años de experiencia, también a mí me da por meter la pata de vez en cuando, y como no tengo reparos en reconocerlo, voy a comentaros una pequeña anécdota que me sucedió hace algunas semanas.
Antes de comenzar una sesión de prácticas suelo revisar los puestos por si hay algún problema: un pálmer que no funciona, un cronómetro que falta, alcohol que hay que reponer, cosillas así. Entre otras cosas tengo que comprobar que la práctica de la viscosidad funciona bien. Se trata de un tubo largo lleno de aceite en el que luego se sueltan bolitas de plomo (si os interesa verme haciendo esta práctica, aquí me tenéis).
Es habitual que la pareja de la sesión anterior no se haya molestado en coger el aceite sobrante y volver a meterlo en el tubo, así que lo hago yo. Por lo general, aparecen en la parte superior del tubo algunas pequeñas burbujas de aire, que en poco segundos suben a la superficie y desaparecen.
Pero en este caso hubo dos cosas diferentes. En primer lugar, la burbuja era mucho más plana que en otros casos, tenía la forma de una lenteja.
En segundo lugar, la burbuja no subió a la superficie, sino que por el contrario bajaba cada vez más.
¡Una burbuja de aire más densa que el aceite! ¿Qué diablos pasaba allí?
Me quedé de pasta de boniato mientras asistía a algo físicamente imposible. La burbuja seguía bajando muy lentamente, hasta que llegó al extremo inferior del tubo. Más abajo hay un pequeño grifo para vaciado, así que lo abrí y examiné la burbuja. Seguía intacta en el vaso, rodeado de aceite. La examiné cuidadosamente y al final descubrí cuál era el motivo por el que no se comportaba como las demás burbujas.
Sencillamente, no era una burbuja de aire. ¡Era una gota de agua!
Al principio no entendí qué hacía una gota de agua allí, pero luego caí en la cuenta. Probablemente un alumno cogió el vaso y lo intentó lavar en el grifo. Como el aceite pringa, imagino que se quedó una mezcla de aceite con algunas gotas de agua en el vaso. Luego yo lo eché al tubo y el resto ya tiene explicación.
Menos mal. Por un momento mi fe en la ciencia se tambaleó. Menos mal que Neil deGrasse Tyson tiene razón: la ciencia funciona creas en ella o no.